Hoy caemos como moscas frente al rociador de veneno, pero verdaderamente elegimos una muerte lenta y absolutamente torturadora bajo este reloj de arena.
Nuestra manera de “sobrevivir” es un lamento a diario. Elegimos todas las circunstancias para auto flagelarnos creando caos de simplezas ridículas.
Queja, malestar, incomprensión, inconformidad, rabia, rivalidades, son algunas de las raíces de este ramillete de antipatía con la que nos hemos acostumbrado a convivir.
Si llueve, si hace calor, si tenemos insomnio, si el cuerpo no es ideal, si la familia es nefasta, si el trabajo es hostil.
¿De donde aprendimos ese mecanismo de auto defensa para justificar nuestra pereza y comodidad para permanecer en este círculo vicioso heredado generación tras generación?
Presumimos vivir en una época de avances tecnológicos que hacen nuestra vida “relativamente” más “cómoda y fácil” cuando el letargo mental y la ignorancia sobre nuestros propios dones y habilidades ilimitados están amordazados por un candado verbal que nos repite lo impotentes que somos ante la sociedad avasalladora y hermética a la que pertenecemos.
Hay que ver cómo un extranjero cambia de país y sin entender lengua, costumbres y usanzas florece y se perfila exitoso en toda su extensión por simplemente romper las cadenas limitantes de su cultura murmullándole al oído basura a través de todos los medios de comunicación posibles. Donde la música, el cine, noticieros, anuncios, el arte mismo le son ajenos y deja a su mente libre realmente para volar con su albedrío al máximo de libertad creativa.
¿Por qué los asiáticos tienen tanto éxito en Latinoamérica cuando en su país se están suicidando?
¿En que momento los latinoamericanos se convirtieron en prolíficos empresarios en el extranjero cuando en su país no podían promover y mucho menos exigir sus propias ideas y/o necesidades?
¿Que rompe la burbuja en la personalidad arrolladora de un ser exitoso que deja de ver fronteras para ver valles extendidos frente a sus deseos de exploración y creatividad?
Logramos edificar una casa llena de lujos y habitamos un cuerpo cada vez más arruinado y vacío, sin ánimo de continuar hasta que además de enfermar el espíritu logramos envenenar cada órgano que nos habita.
Matamos nuestra capacidad de asombro, la vida que nace cada día frente a nuestros ojos en el milagro de cada amanecer, los animales, las plantas dándonos todo de sí, la lluvia, el firmamento, la gestación misma nos tiene sin cuidado, apreciación y agradecimiento.
Estamos muriendo en calma y por elección propia.
Sobamos la espalda en nuestros hijos con amor para darles a entender que no importa que no triunfen, que no se esfuercen para que no salgan heridos, que no sufran mientras podamos evitarles un estado miserable que la experiencia propia nos ha mostrado, estamos aquí para consolarnos generación tras generación como ley de vida. Y cuando reconocemos a los temerarios, los señalamos inmediatamente como inadaptados, les damos la espalda por miedo a ser contagiados de su locura y les juzgamos hasta que nos estalla su luminosidad frente a los ojos y no nos queda mas que admirarles; quedamos con la boca en jugo deseando haberles reconocido a tiempo y nos inventamos todas esas historias de seres superiores e iluminados que pasaron un día por nuestras vidas dándole a la fantasía un gran mérito, en vez de reconocer que la distancia entre la cima y la falda es romper con la antipatía y la zozobra, tomando la iniciativa como ventaja y no el reposo como escudo protector.
Estamos muriendo cuando nos matan la iniciativa de dar un paso a los pocos meses de nacer poniéndonos un andador para ir cómodos y seguros, sin riesgos y sin peligros.
Matamos las ideas de nuestros hijos con toda la sobre protección de la que nuestro amor es capaz.
Matamos la creatividad burlándonos del contiguo por empatizar con la mayoría, y morimos ahogados en esa piscina de miedo para nunca ser objeto de aquella misma red de opresión social.
Culpan a las vacunas, a los virus, a las pandemias, y habemos muchos con años de ideas aniquiladas y expiración de sueños incapaces de opinar y mucho menos poner en duda lo establecido y replantear.
Nos están matando nuestras ganas y nos estamos muriendo por ser ellos, los extrovertidos, los invasores, los escandalosos, los atrevidos, los de afuera.
Hoy pierde la vida más rápido un soñador que un cadaver.
La profecía está cumplida Einstein, vivimos en una sociedad de idiotas, de cuerpos autómatas inertes de ideas, seguidores y esclavos de sus propios venenos.
Si nos mata un virus, una vacuna, una enfermedad, una bala perdida, nosotros mismos abrimos el fuego.
El confort es más peligroso que un frasco de veneno.
La pregunta certera es ¿Cuantos de nosotros estamos realmente vivos?
Hemos muerto muchos, seguiremos cayendo, hemos muerto más de los que hoy yacen bajo tierra…